Son pobres, muchos de ellos no comen con regularidad, andan descalzos, visten ropas que les llegan de tantas manos que ya no se reconoce ni el color de origen, a veces su mirada trasunta una tristeza profunda, una tristeza que estoy aprendiendo a reconocer en quienes pasan hambre y que tiene su origen en la falta de energía y vitalidad. Sin embargo, cuando te relacionas con ellos lo primero que te regalan es una gran sonrisa. A pesar de sus estómagos vacíos, de su falta de juguetes, de la falta de tantas cosas básicas para cualquier niño, ellos sonríen. Y es esta sonrisa gratuita lo que te enamora de esta gente.
Pero no confundamos sonreír con ser feliz. No pueden ser felices cuando les falta lo más básico para vivir.
No pueden ser felices cuando no tienen qué comer. El niño de la foto vive en Kintambo (Kinshasa). Son nueve hermanos, hijos de un padre borracho que les desprecia y les maltrata tanto a ellos como a su madre. Yo he visto a este niño llorar un día desesperado y enfadado. No sabía lo que le pasaba así que le abracé. Una congoleña que habló con él en lyngala me dijo “es que tiene hambre”. Yo no sabía qué hacer ni como responder, salí corriendo a por unas galletas con la misma sensación del médico que tiene delante a un enfermo que se está muriendo y que debe actuar de inmediato. Fue uno de los momentos más duros que he vivido en mis viajes a África.
Este niño sigue viviendo en esa miseria en la que se mezcla la ignorancia y la pobreza. Condenado a no tener nada y lejos de la abundancia que viven nuestros niños, es siempre rico en sonrisas, el gesto natural de los seres humanos que aquí estamos olvidando.